SUPLEMENTO BOLETIN VIDA ASCENDENTE  SALAMANCA
              Movimiento católico de mayores
NUM. 136.- ENERO  2014
==============================================================
 

ESPERAR CONTRA TODA ESPERANZA. 
 

Acabamos de pasar el adviento, tiempo de  esperanza de la llegada del Niño Dios según nuestro rito católico, pero  ahora que ya ha llegado  ¿qué pasa?  ¿Ya no es tiempo de esperanza? ¡Claro que sigue siendo tiempo de esperanza! Todos  los días de nuestra vida son tiempo de esperanza, pero no de una esperanza vana, sino de una esperanza que sabemos tendrá su cumplimiento porque tiene la garantía del mismo Dios. Es la esperanza de que  las promesas de Nuestro Señor Jesucristo se cumplirán aunque no las veamos realizadas,  como le ocurrió al sacerdote  de esta historia, que murió sin  ver realizado el deseo de ver unidos a los feligreses de su parroquia,  a pesar de haber hecho grandes sacrificios para conseguirlo.  A veces rezamos y queremos ver realizados ya nuestros deseos, y no los vemos, pero esto no debe ser  motivo para desesperar. La oración siempre  surtirá sus efectos: Pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá. Es la palabra de todo un Dios.


¡NO QUEREMOS CURA!

 Esta historia ocurrió hacia el final de la década de los 30 del s. XX, en Egipto 
 Un pueblo siniestro, en el que imperan el odio y el terror: cristianos y musulmanes, católicos y ortodoxos, católicos contra católicos, todos están divididos entre sí en bandos irreconciliables.
 Día tras día se suceden los homicidios y las represalias. Como es natural, la Policía nunca da con el culpable: son asuntos que se liquidan sin necesidad de testigos. Desde que el sol se oculta nadie se aventura a salir de su casa y durante el día los campesinos van a trabajar a su heredad armados con un fusil, viejo o nuevo.
 El obispo le propuso al padre Boulos, joven sacerdote que acababa de salir del Seminario, ir de  párroco a este pueblo, pero antes de ir  ya comenzaron a llegar al obispado informes y cartas anónimas: no querían cura en aquel pueblo, ni los católicos ni los no católicos. Lo dejarían morir de hambre y de hastío; más aún, tenían la intención de envenenarlo en alguna de sus visitas. El obispo llamó al padre Boulos, le puso al corriente de todo y le cambió el destino, pero el joven sacerdote pidió que no le cambiara el destino, que aceptaba con gusto ir a ese pueblo. Pero hijo, replicó el obispo, por ese camino vas a la muerte, y yo no tengo derecho a exponerte a ello inútilmente. Aún así deseo ir allí, objetó de nuevo el P. Boulos, y ante esta insistencia el obispo no quiso contrariarlo y lo envió a ese pueblo.
 El padre Boulos llegó un sábado a la casucha abandonada de mucho tiempo atrás, que hacía veces de casa cural. Nadie salió a recibirlo, y fingieron no darse por enterados de su llegada.
 Al día siguiente, después de haber golpeado largo rato un leño que servía de campana, celebró la Misa solo, la iglesia estaba desierta y sucia. Luego puso manos a la obra: blanquear la iglesia, barrerla, limpiarla, guardar en ella el Santísimo, orar; esas fueron sus primeras ocupaciones.
 Al mismo tiempo intentaba entrar en contacto con aquellas gentes, pero por todas partes encontraba la misma desconfianza y recelo; nadie hablaba con él, ni siquiera por curiosidad.
 A su paso los rapaces huían de él y  le tiraban piedras. No podía encontrar un monaguillo, ni una buena mujer que quisiera cocinarle y lavarle la ropa. Estaba terriblemente solo. Sin embargo él se comportaba como si le hubiera tocado en suerte la mejor parroquia del mundo: siempre tan cortés, tan sonriente, tan amable. Al pasar por aquellas callejuelas era el primero en saludar con voz dulce -«¡que Dios os bendiga!»- aunque nadie le devolvía.
 Al cabo de cinco meses, aparentemente, la situación no había mejorado. El padre Boulos ayunaba, oraba, sufría en su interior, lo consumía su propio celo represado… e iba enflaqueciéndose. Escribía a su obispo: «No se inquiete, yo hago aquí la vida de nuestros antepasados los Padres del desierto que, por cierto, no es del todo incómoda. . . ». Pero el cerco hostil de aquellos campesinos duros y tenaces, no presentaba la menor fisura.
 Un domingo, después de haber cantado la Misa mayor lo mismo que si la iglesia hubiera estado llena de fieles, el padre Boulos sintió frío a pesar del calor asfixiante de julio, y terminó antes que de costumbre su oración ante el sagrario. Envuelto en su única manta, se había acostado en la banqueta que le servía de lecho, y de repente, sin llamar a la puerta, entró un hombre y dijo: Mi madre está enferma y quiere confesarse y comulgar. ¡Ven!
 Por fin, una llamada, la primera, a su sacerdocio. ¡Bendito sea Dios!
 A pesar de su extrema debilidad y su estado febril, el padre Boulos no vaciló un momento en levantarse. Poco después seguía a aquel hombre, y administró a la anciana el sacramento de la Unción y le dio la Comunión. Después, tiritando de fiebre, pero contento porque su primera visita a domicilio había sido en compañía de nuestro Señor, el padre Boulos volvió a acostarse.  
Al día siguiente no se le vio pasar por la calle, como todos los días, a buscar agua y hacer su compra en el mercado. Aquellas gentes se habían habituado a aquella silueta menuda y afable; se habían habituado a su saludo, y les parecía como que faltaba algo.  Y, sin ponerse de acuerdo ni decirse palabra, algunos musulmanes, ortodoxos y católicos, entraron en la casucha. Allí pudieron verlo tendido en la sombría estancia: su pequeño párroco… estaba muerto.  Entonces uno tras otro fueron tomando la mano que pendía exánime y la llevaron a sus labios y a su frente, mientras un sollozo contenido apresaba sus gargantas. Por el pueblo corrió veloz la triste nueva. Y, ¡cambio sorprendente!, todas aquellas gentes fueron presurosas a postrarse ante el cadáver del sacerdote. Por primera vez desde hacía mucho tiempo los hombres salieron de noche y sin armas, y velaron el cadáver como acostumbran a velar los de aquella región: en cuclillas y sin pronunciar palabra. Y cuando llegó la hora del entierro ocurrió algo inesperado: pidieron que el féretro se detuviera en el umbral de cada casa para bendecirla; quisieron que su párroco hiciera ahora lo que no logró hacer en vida. También quisieron que, unos tras otros, todos llevaran en hombros a aquél que con tanta dulzura y mansedumbre había sabido sobrellevarlos a todos. Y aquella procesión nunca vista, que venía a ser la gran reparación, la gran reconciliación, duró ¡seis horas! Hoy, aquel pueblo, antaño siniestro, es una de las mejores parroquias de la diócesis de Tebas.  H.C. AYROUTH, S.J.

Volver a pagina principal

Volver a indice de boletines 2013-14