¿EXISTEN LOS MILAGROS?

Dios da señales de su existencia en todo tiempo y lugar.   Para poder creer los misterios de nuestra religión tenemos que creer en los milagros, porque toda la historia de la salvación está fundamentada en hechos extraordinarios acaecidos para los cuales el hombre no tiene ninguna explicación. La Iglesia no obliga a los católicos creer en los milagros de los santos, aunque ella sí cree en esos milagros y por eso los divulga y los promociona.

La Iglesia sólo obliga a creer en los dogmas, que son  verdades de fe contenidas en las Escrituras y definidas como dogmas. Los dogmas católicos son verdades reveladas por Dios, contenidas en las Sagradas Escrituras y definidas por la Iglesia como verdades indiscutibles porque tienen su fundamento en la autoridad divina.

¿Existen los milagros de los santos?  Muchos son los que aún llamándose cristianos, y en particular los protestantes, no creen en ellos. El pastor protestante Mack Kercheville, que pertenece a la secta llamada Iglesia de Cristo, (que no es la Iglesia Católica) dice que los milagros fueron necesarios en la primera era del cristianismo para afianzar la doctrina de Cristo, pero que hoy ya no existen porque no son necesarios. Para creer en Dios, dice, nos basta con leer las Escrituras. Entonces ¿qué pasa con esas curaciones que la Iglesia nos presenta a diario como milagrosas? Son falsas, dice él: o bien son curaciones naturales, o son consecuencia del poder de la sugestión, o se deben a un diagnostico equivocado, o bien es Satanás quien hizo el milagro.

El milagro se define como un suceso extraordinario e inexplicable que se atribuye a intervención divina. Nunca se hace para enseñar ciencia, y su objeto es conducir al hombre al mejor conocimiento de Dios. Presentamos a continuación, sólo a título de ejemplos, unos cuantos hechos inexplicables que la Iglesia considera milagros. El lector podrá juzgar si él los considera milagros o no, pero lo que está fuera de toda duda es que se han producido  hechos extraordinarios para los que la ciencia no tienen explicación. He aqui algunos de ejemplos.   

 Caso del Cojo de Calanda.-

 Este hecho ocurrió en Calanda, municipio de la provincia de Teruel, en la noche del 29-3-de 1640. Las cosas ocurrieron así:

A los 19 años Miguel Juan Pellicer Blasco, natural de Calanda abandona a sus padres para ir a trabajar con su tío materno, Jaime Blasco, en Castellón, buscando un mejor porvenir. A finales de Julio de 1637 Miguel Juan conduce un carro cargado de trigo tirado por mulas.  Va montado sobre una de ellas; se apodera de él el sueño y cae de la caballería; el carro cargado  le pasa por encima pillándole una rueda la pierna derecha, justo por debajo de la rodilla. La herida es gravísima. Su tío lo lleva primero al Hospital de Valencia y luego, petición propia, al de Zaragoza. En este Hospital, viendo que peligra su vida,  el licenciado Juan de Estanga, después de consultar con el maestro Millaruelo, decide cortarle la pierna “cuatro dedos por debajo de la rodilla”. La pierna fue amputada en Octubre de 1637, sin más anestesia que la entonces conocida: una bebida bien cargada de alcohol. Luego el practicante Juan Lorenzo García, con otro compañero, la enterraron en el cementerio del hospital.

Al salir Miguel Juan del hospital se dedicó a la mendicidad pidiendo a la puerta del Pilar, por lo que era bien conocido en esta ciudad. Era muy devoto de la Virgen del Pilar,  y cuando los dolores de la cicatriz apretaban, se untaba el muñón con el aceite de las lámparas de la Virgen. Así transcurren dos años, pero Miguel ya no soporta más esa vida y el 10 de marzo de 1640 volvió a su casa, y desde ese día ayudaba  en lo que podía.

El 29 de Marzo de ese año pasó el día cargando basura que su hermana de 12 años transportaba en una burra desde la era  hasta el corral. Cuando por la noche volvió a casa muy cansado y a eso de las diez, quejándose de fuertes dolores en el muñón, fue a acostarse al cuarto de sus padres porque su cama se la habían asignado a un soldado francés. Transcurrido como un cuarto de hora deciden irse a dormir sus padres. Al entrar éstos en el dormitorio notaron una extraña fragancia; la madre se aproximó con el candil al hijo, y vio que de debajo de la ropa salían dos piernas cruzadas.

Despertaron a Miguel y llamaron a los vecinos Barrachina que acababan de salir de allí. La voz de que Miguel tenía ahora las dos piernas se corrió enseguida entre sus vecinos y todos los que llegaban, incluidos vecinos y soldados franceses, pudieron contemplar y tocar la pierna recuperada de Miguel. Como cosa curiosa se señala que la pierna recuperada todavía no estaba bien del todo y que tenía las mismas cicatrices que la que le amputaron. Era pálida y débil, con poca sensibilidad y más corta que la otra; en los días sucesivos fue recuperándose, pero quedó más corta que la otra y siempre conservó la tremenda cicatriz que marcaba el lugar por donde había sido amputada.

El 27-IV-1641 el arzobispo de Zaragoza Pedro Apaolaza, asesorado por nueve consultores y tras el interrogatorio de veinticinco testigos que dan fe del hecho de la súbita restitución de la pierna la noche del 29-III-1640, declara milagroso este suceso. El expediente definitivo se conserva en el archivo del Pilar guardado por Martín de Mur. La noticia se difundió por toda España y Miguel fue llamado por el Rey Felipe IV, acudiendo a la cita acompañado del Protonotario de Aragón y del Arcediano de la Seo. El Rey, tras hacerle unas cuantas preguntas, se arrodilló y besó la pierna milagrosa.

Sabemos que más tarde Miguel fue comisionado en 1645 por el Cabildo del Pilar para recoger limosnas y propagar la devoción a la Virgen del Pilar en Mallorca. Le acompañó su cuñado que acabó en la cárcel por sustraer fondos recogidos, y Miguel fue retirado de este cargo porque su comportamiento era poco ejemplar. Regresó a la península y camino de Calanda murió en Velilla de Duero, provincia de Castellón donde fue enterrado a los 30 años después de recibir los santos sacramentos.

Estos son los hechos probados y avalado documentalmente por numerosos testigos, autoridades y notarios de la época. El suceso fue proclamado públicamente en el lugar donde ocurrieron los hechos y en el tiempo en que ocurrieron, y nadie denunció que hubiera falsedad. Aquí no cabe pensar que es cosa de autosugestión, ni que hubiera error en el diagnóstico, ni en lavados de cerebros o manipulación por parte de la Iglesia. Ni cabe pensar que sea un hecho producido por la naturaleza, ni que la ciencia lo pueda explicar. Entonces, si no hay intervención divina ni explicación posible, y el hecho se produjo, ¿a quien podemos atribuirlo? Alguien tuvo que ser la causa de que el hecho se produjera. ¿Satanás, como dice el pastor protestante Mack Kercheville? ¿Puede Satanás ir a favor de la devoción de la Virgen y en contra de sus propósitos que son los de arrebatar almas a Dios?

 Caso Alexis Carrel

 Alexis Carrel, 1873-1944, fue un eminente médico francés premiado con el Nóbel de Medicina. Antes de ser premiado formó parte como médico de una expedición de enfermos que iban en peregrinación a Lourdes. Era ateo y su curiosidad lo llevaba a este Santuario para observar de cerca que pasaba con los milagros, en los que no creía, atribuidos a la Virgen en la tampoco creía. En el tren iba una enferma de peritonitis tuberculosa y estaba tan enferma que Carrel decía: “Temo se me muera entre las manos”, y bromeando prometió “convertirse en monje” si ella llegaba con vida a la Gruta. La enferma llegó viva a la Gruta, pidió que vertieran tres veces sobre su cuerpo una jarra de agua del manantial de Lourdes, y milagrosamente se curó ante las propias narices de Carrel. Este al principio se negó a aceptar la posibilidad de un milagro, pero su mente tampoco lograba obtener otra conclusión más lógica. Mas tarde, en su libro El Viaje a Lourdes describe esta experiencia que le llevó a creer en Dios y a cambiar su vida.

 Caso André Frossard

Nació en Francia en 1915 y fue educado en un ateísmo total. Encontró la fe a los veinte años, de un modo sorprendente. Dice: “Habiendo entrado a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra. Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar, volví a salir, algunos minutos más tarde, católico, apostólico romano, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable. No puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe”.  Frosad murió católico a los 80 años tras haber sido uno de los intelectuales católicos franceses más influyentes de su país en el presente siglo. Estas son sus propias confesiones, y no puede decirse que en ese hecho que él describe  haya el menor atisbo de intervención de los curas.

 Caso de Paul Claudel

 Paul Louis Charles Claudel Nació en 1868 y murió en 1955. Licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas; después empezó la carrera diplomática, representando a su país brillantemente por todo el mundo. Hijo de un funcionario y de una campesina, fue el más pequeño de una familia compuesta por dos hermanas más. Siempre recordará sus primeros años con cierta amargura: un ambiente familiar muy frío le lleva a replegarse sobre sí mismo y, como consecuencia, a iniciarse en la creación poética. Paul Claudel se hace en la soledad; ésta le marcará para toda su vida. También incidirá con fuerza en su espíritu el ambiente de Francia en su época: profundamente impregnado por la exaltación del materialismo y por la fe en la ciencia.

 Él mismo narrará muchos años después lo que le sucedió a aquel muchacho llamado Paul Claudel el  25 de diciembre de 1886: “Fue  a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las Vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magníficat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía.

Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable. Al intentar, como he hecho muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin embargo, formaban un único destello, una única arma, de la que la divina Providencia se servía para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un pobre niño desesperado: "¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!". Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción

¡Dulce emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un sentimiento de miedo y casi de horror ya que mis convicciones filosóficas permanecían intactas! Dios las había dejado desdeñosamente allí donde estaban y yo no veía que pudiera cambiarlas en nada. La religión católica seguía pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y hasta el asco. El edificio de mis opiniones y de mis conocimientos permanecía en pie y yo no le encontraba ningún defecto. Lo que había sucedido simplemente es que había salido de él. Un ser nuevo y formidable, con terribles exigencias para el joven y el artista que era yo, se había revelado, y me sentía incapaz de ponerme de acuerdo con nada de lo que me rodeaba. La única comparación que soy capaz de encontrar, para expresar ese estado de desorden completo en que me encontraba, es la de un hombre al que de un tirón le hubieran arrancado de golpe la piel para plantarla en otro cuerpo extraño, en medio de un mundo desconocido. Lo que para mis opiniones y mis gustos era lo más repugnante, resultaba ser, sin embargo, lo verdadero, aquello a lo que de buen o mal grado tenía que acomodarme. ¡Ah! ¡Al menos no sería sin que yo tratara de oponer toda la resistencia posible!

Esta resistencia duró cuatro años. Me atrevo a decir que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió. Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y tuve que abandonar, una tras otra, las armas que de nada me servían. Esta fue la gran crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que Arthur Rimbaud escribió: "El combate espiritual es tan brutal como las batallas entre los hombres. ¡Dura noche!". Los jóvenes que abandonan tan fácilmente la fe, no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué torturas. El pensamiento del infierno, el pensamiento también de todas las bellezas y de todos los gozos a los que tendría que renunciar -así lo pensaba- si volvía a la verdad, me retraían de todo        Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad, después de regresar a mi casa por las calles lluviosas que me parecían ahora tan extrañas, tomé una Biblia protestante que una amiga alemana había regalado en cierta ocasión a mi hermana Camille. Por primera vez escuché el acento de esa voz tan dulce y a la vez tan inflexible de la Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar en mi corazón. Yo sólo conocía por Renan la historia de Jesús y, fiándome de la palabra de ese impostor, ignoraba incluso que se hubiera declarado Hijo de Dios. Cada palabra, cada línea, desmentía, con una majestuosa simplicidad, las impúdicas afirmaciones del apóstata y me abrían los ojos. Cierto, lo reconocía con el Centurión, sí, Jesús era el Hijo de Dios. Era a mí, a Paul, entre todos, a quien se dirigía y prometía su amor. Pero al mismo tiempo, si yo no le seguía, no me dejaba otra alternativa que la condenación. ¡Ah!, no necesitaba que nadie me explicara qué era el Infierno, pues en él había pasado yo mi "temporada". Esas pocas horas me bastaron para enseñarme que el Infierno está allí donde no está Jesucristo. ¿Y qué me importaba el resto del mundo después de este ser nuevo y prodigioso que acababa de revelárseme?" ("Mi conversión". 10-13.)

Una carta de 1904 a Gabriel Frizeau demuestra que el recuerdo de ese instante de Navidad estaba ya fijado entonces: "Asistía a vísperas en Notre-Dame, y escuchando el Magnificat tuve la revelación de un Dios que me tendía los brazos".

"Así hablaba en mí el hombre nuevo. Pero el viejo resistía con todas sus fuerzas y no quería entregarse a esta nueva vida que se abría ante él. ¿Debo confesarlo? El sentimiento que más me impedía manifestar mi convicción era el respeto humano. El pensamiento de revelar a todos mi conversión y decírselo a mis padres... manifestarme como uno de los tan ridiculizados católicos, me producía un sudor frío. Y, de momento, me sublevaba, incluso, la violencia que se me había hecho. Pero sentía sobre mí una mano firme.

No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo católico. ....   “ Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios, fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!". (Paul-André Lesort: Claudel visto por sí mismo).

 Caso de María Vallejo Nágera.

 Es escritora actual, autora de varias obras. Ella se definía como cristiana social, es decir, algo así como practicante algunas veces por conveniencias sociales. La conversión tuvo lugar en el santuario de Medjugorje a donde acudió con unas amigas, más por curiosidad que movida por los milagros de la fe en los que no creía. Su conversión podemos resumirla en el siguiente párrafo sacado de  sus manifestaciones: “El día era claro y caluroso. De pronto, sin saber porqué, sentí una intensa necesidad de dirigir mis ojos hacia ese luminoso cielo primaveral. No capté nada fuera de lo normal pero sí sentí una extraordinaria experiencia de amor en mi corazón. Lo que me ocurrió duró 10 minutos, pero en la realidad, cuando comprobé el tiempo transcurrido real por mi reloj, sólo 3 segundos se habían sucedido. Créanme si les digo que esos tres segundos cambiaron mi vida para siempre. Sentí en el alma un inmenso e indescriptible amor”.

Último testimonio

Como un testimonio más de que  Dios actúa en la vida de los hombres pongo aquí en último lugar el testimonio de mi propia experiencia. Yo también, como en los casos precedentes, soy testigo de haber sentido  ese momento mágico en que Dios entra en contacto con nosotros y nos transforma, y a partir de ese momento ya nada es igual en nuestra vida. Seguimos siendo los mismos, aparentemente no cambia nada, pero ya nada vuelve a ser igual. 

 ¿Qué es la conversión?  La conversión se produce cuando Dios toca nuestro corazón. Para San Pablo se produce cuando “el Espíritu de Cristo desciende sobre el hombre y da testimonio de que Dios existe” (Rm 8,16), y para San Juan de la Cruz tiene lugar cuando la “sustancia” de Dios toca el Espíritu del hombre. Yo creo que tiene lugar cuando el soplo divino que llevamos dentro (el alma) entra en contacto con Dios y lo reconoce. En ese instante se hace la luz en nuestro interior y llega el conocimiento de Dios acompañado de amor y felicidad. Este amor y esta felicidad son distintos a los que producen las cosas de tierra. La conversión aparentemente no cambia nada, pero dentro del hombre lo transforma todo poniendo a Dios como eje de su vida. La fe está dentro de nosotros, y la encontramos más en nuestras propias vivencias que con los razonamientos y teorías filosóficas, científicas o sociales. Dios no es una entelequia, es un ser real que actúa. Y esto está demostrado por los cientos de miles de testimonios como los que acabamos de exponer.

   Comentario final

 Quiero  hacer notar que en todos los casos expuestos hay un elemento común:  Ninguno es un santo de altar,  y algunos eran ateos  de toda la vida en el momento en  que Dios entra en sus vidas. ¿Qué o quien hizo cambiar radicalmente en estos hombres el rumbo de sus vidas?  No parece que fueran los “cuentos” de los curas, ni  las artimañas de la Iglesia para atraerlos a su rebaño, ya que estos ateos no habían tenido relación alguna ni con los curas ni con la Iglesia. Estoy seguro de que se pueden contar cientos de miles, o quizá millones, las personas  que a lo largo de su vida han  experimentado la fuerza de Dios en sus almas, y esta experiencia, más que los sofismas filosóficos  y demostraciones científicas es la que mantiene viva en el mundo la idea de  que existe un Dios justo y bueno que transmite una felicidad muy superior a la que puede proporcionar cualquier cosa de este mundo.

                               

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